Antes las historias que rondaban este lugar eran más personal. Cada acto de convivencia se relataba, fastidiosamente, formando una continúa cadena de una vida algo típica (entre amigos, buena comida y fantásticas conversaciones). Lo mundano en su constante monotónia me hastió y las historias tomaron otro rumbo y a la vez su número disminuyó.
Las historias a contar ya no se habitan por personajes del calibre de ‘Daniel’ o ‘Myrla’; lugares como ‘Café Baroni’ y ‘Keplers’ ya no forman parte del mosaico. Todo cambió.
Ayer fui a la libreria; sentí una presión y una angustia — ya no era el mismo lugar. Y el café aunque aún popular como siempre ya no tenía nada de especial. Le pasé sin pensarlo dos veces, preferí tomar un expresso en algún otro café.
Después de una cosa tras otras — mi mente enfocada en lo que está por ocurrir en una semana — terminé cenando. A la cena le siguió un juego de literati y aunque hebrio, lo gané gracias a una pequeña jugada que me dio 54 puntos.
En este instante, reviví lo que dejé muy atrás. El 2003 es el año que marca un cambio: dejé de vivir la vida, simultáneamente viviendo la mía. Y para ser honesto, aunque este instante que relaté me llenó de felicidad, prefiero vivir mi vida — me llena más.
Tuve la oportunidad de escuchar una canción. Va algo así: No voy a fingir que pretendo dejar de vivir. No voy a pretender que soy de perdonar. Pero no puedo odiarte, aunque lo he intentado. Aún te amo, realmente. El amor es más fuerte que el orgullo.
Esto resuena conmigo. Creo haberme creído la mentira de que jamás amé a ‘Shane’ y sólo le quise; esta ficción me ayudó a reducir mis perdidas. Ahora debo aclarar que al decir ‘amar’ no hablo de aquella fuerza del corazón que te empuja y te arrastra, no. Este amor es una formalidad; deferencia que resulta de haber compartido algo especial.