Cartas desde Constanţa

Hace solecito en el patio, según corre el rumor; mas yo no me fío de mitos. No me atrevo a mirar por la ventana y establecer la veracidad de esta ilusión tipo diálogo americano que te toma a la fuerza y te obliga a cambiar.

«Luft! Mehr Luft!» y por qué no, «Licht! Mehr Licht!» No logro encontrar la salida, todo es un abismo infernal. Me asfixio con el mal sabor de la nada – penetra mis pulones y les llena de una amargura. Me he vuelto cristiano par excellence y empiezo a odiar el mundo, a aborrecer todo esto que me rodea que no es más que una total degeneración del jardín de Edén.

Quiero gritar, «Luz! Más Luz!» Corred y abrid todas las ventanas y así permitir la penetración de esta oscuridad eternal. ¿Qué pasa por mi mente? No sé, ya no siento; he dejado de ser.

Es total este odio hacia la vida, cansancio que me ha robado la razón. Este auto-infligido exilio en esta, mi propia emulación de Constanţa, me ha derrotado. Me siento ahogar en este lugar de estancamiento e insipidez. Huele a muerte, huele a decadencia.

Soy un decadente mas esto es más de lo que puedo soportar. Quiero escapar, écharme a volar convirtiéndome en ave al tocar el cielo como en aquellas historias míticas de Ovidio.

En mi cabeza doy mil volteretas. Empiezo a perder la cordura, creo que jamás podré escapar de aquí. Y siento las olas agitadas del Mar Negro besar mis pies ¡y es que estoy dormido! y ello es lo que me preocupa. La putrefacción invada la sacrosancta tímidez del sueño, de aquella excelente preparación para de destrucción del ego porque le moi est haïssable. Si te dicen lo contrario, no les vayas a creer.

Y me susurro al oído: falta poco. Dios me escuche.


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