He viajado medio mundo, literalmente y simbólicamente; aún así siento jamás haber puesto pie sobre aquellas míticas tierras. Todo es tan efímero, pasajero, firme y falso como una ilusión. No puedo abrazar los recuerdos, ya que se esfuman como aire. Es una persecusión eterna; jamás dará fruto, ni alivio.
De aquel punto de despegue – sé que han habido muchos pero me refiero a uno particular que sobresalta del resto – en cual me llené de valor y de imprudencia, siento regresar a él.
Cada día paso por este sitio inicial; cada vez va cambiando lo que me produce. Inicialmente, sentía tristeza y un entorpecimiento. Mi cuerpo quería ingresar a él. Cuando se pertenece, cuando es parte de uno – la separación produce un anhelo, un deseo de retorar. Me satisfacía con pasar (¿qué opción tenía?); un fantasma derrotado y gastado, flotando vigorosamente por su anterior. Jamás ha sido sin sentirme arrrastrar, hasta hace poco.
Sé que regreso a él. Ahora, cada vez que paso, ya no hay aquel sentimiento; le ha remplazado un temor. Siempre padezco de temores, me consumen hasta en la oscuridad de mi pensar. En los pensamientos más intensos, internos e intimos, los cuales son un mar de oscuridad, aquí una oscuridad que califico de miedo, vestida de un color negro más intenso, me aflige.
Mis aflicciones, aquellas a las que les doy tiempo, son de lo más insignificante; son preocupaciones sin sentido.
Tal vez haya muerto en mi última odisea o accidente. Y en vez de tomar un momento para reflexionar, simplemente me di a dejarle pasar. No hice alto, sólo seguí mi camino como si ello hubiese sido un parpadeo – algo insignificante, sin importancia alguna. Un suspiro más a aire.
Fácilmente se explica mi ostensible indiferencia: soy estoico de nacimiento. Siempre me he negado cuanto placer me ha sido posible; y cuanto placer he podido otorgar a los que amo, lo hago sin pensarlo. Tal es la condición absurda del estoico.
He sido consumido por aquellos miedos absurdos y trillantes. Jamás creí que me aceptarían a St. John’s. Había deducido que si varios de mis amigos, estudiantes de Stanford, no habían sido aceptados, menos yo.
Mi primer semestre en este lugar donde la putrefacción apesta, donde pequeños trozos de genio flotan a la superficie del fango y decadencia, fue una triste época llena de incertitud.
Estos miedos absurdos, sin fundación alguna mas que la de mi ego, me han consumido.
Alguien me dijo una vez: cuando nada te importa, cuando tienes en los labios escritos «Me vale madre,» es cuando te bañas en una aureola de esplendor. Marchando con jeans rotos, zapatos tenis desgatados, descoloridos y tu cara sin afeitar dotada por el rastrojo de la edad que te consume y te da resplendor. Hubo un instante cuando fui Apolón, fundido de rayos de sol; yo era el Sol.
Soy más feliz cuando todo me vale madre; al echar todo a un lado, hacerle un cero a mi izquierda, siento libertad. Cuando el espíritu no es consumido por cosas efímeras y por lo tanto sin valor, brilla.
Me siento un argonauta; he viajado a tierras desconocidas, aquellas que en el mapa se construyen bajo la imagen de un océano infinito y oscuro. He conocido estos lugares, los dragones, los bárbaros y los monstruos he enfrentado con espada en mano. Les he extirpado su vida; vaya magno esfuerzo, casi me consumo en él. En mi memoria están grabadas, plasmadas aquellas tierras lejanas que como argonauta he pisado.
El tiempo ha pasado, sólo son recuerdos, ilusiones que se desuleven en aire al intentar acariciarles.
Ahora les dejo al lado. Me dejo consumir por un temor más; otro absurdo y sin sentido. Siempre es así.
Faltan tres meses … quizá menos. Y todo mi ser desea bordar aquel barco que me llevará una vez más a lugares lejanos. No tiene sentido querer escapar; todo lo que encontraré allá lo puedo encontrar en una gota de agua, mar infinito y diverso.
Es tiempo de gritar y es tiempo de callar. Tengo mucho miedo, lo admito. Regreso al fango. Amen. Todo por hacer a los demás felices. Yo … soy todo un estoico. No quiero nada mas que pan, agua y yogur. Es tiempo de regresar, sonrisa entre cachete y cachete. Y es tiempo de gritar: «Me vale madre.»