quiero ficción

Marchando por las calles en la noche rumbo a casa, me encuentro con un gato negro; caminando en direcciones opuestas, hacia distintas antípodas, coincidimos por un instante. “Tommy, ¿eres tú?” “Thomas, ¿caro? Él no responde, sembrando en mi la duda — no, éste no es él. Mi gato es inteligente y sabe discernir su santa trinidad de nombres. Incado intento en la oscuridad verle a la cara, observar el color de sus ojos. No es nada fácil; y me rindo.

Aún no recibo noticias de la universidad y estoy a punto de mandarlos al carajo. Su proceso es como ningún otro; oscurantismo eternal e infernal — no lo soporto. La pasión por Santa Clara se ha disipado, desvanecido.

Cuando se consuma la eternidad, entonces sabré y es entonces que les diré — si es en lo afirmativo su respuesta — que retrasaré mi matriculación por un año. Jamás he sido de aquellas personas que tienen un plan y no estoy por empezar ahora. Hacer planes es faltarle el respeto a la vida, digo yo.

En septiembre me marcho — un cambio más mi querido Tom — a Irlanda del Norte. Ojalá que seamos más felices allí entre el mar y el campo, oasis verde atrapado entre el gris del mar oceánico y del mar celestial. Quizá sienta encender aquel ethos pagano, y empecemos a orar y a rezar. Amén.

Me levanto y sigo hacia casa. Al llegar, sobre la cama está Tommy, esperándome. Le acaricio la cabeza. Pronto emprenderemos una nueva odisea, esta vez hacia lo Viejo.


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