Jamás me ha gustado esta época de fin de año. Los árboles, vacíos y esqueléticos, la costumbre perenne que les depriva de sus follaje, tiemblan con los gritos y aullidos de los vientos invernales. En su desnudez causan inquietud y de pronto, hombres aferrándose exesivamente a escaleras montadas, empiezan a decorar su naturaleza con lucecillas. Pero no sólo visten a los árboles en fuego artificial, sino casas y cualquier otra cosa imaginable. El hombre teme la desnudez, la oscuridad, el silencio invernal. De lo solemne convierte un parque de atracciones; exprimiendo toda luz de ella.
Y es en esta época que las familias empiezan a mobilizarse, a juntarse y a restablecer aquellos lazos de sangre y sociales. Risas y pláticas rompen la calma. Todo mundo unido.
Mas, si no puedes participar en este fenómeno, ¿qué de ti? O si te niegas a participar en algo que tiene su validez en el simple hecho de que es un ritual convertido en tradición. ¿Qué hacer?
El sol empieza a salir, su luz a invadir mi habitación – un rayo de luz intenso penetra el interior y se plasma en la puerta. Pronto será la hora de levántarme e iniciar la rutina.
Uno elige qué ritunas son aceptables y cuales no; sólo que la abnegación de ciertas traen consigo tabús.